No es novedad que Soñando le gana a Gran hermano, pero Perfil.com publicó esta interesante y muy buena nota, donde Lucía Marroquín relata como es el reality "por dentro":
Perfil estuvo un día entero en la estancia La Soñada donde se desarrolla el juego producido por Marcelo Tinelli. En la intimidad y lejos de las cámaras, los participantes confiesan que harían cualquier cosa por estar en "Bailando por un sueño", incluso dañar, y que no dejaron mucho en el mundo del que provienen.
Soñando por bailar es el reality del Trece que, en su segunda edición, le ganó a la séptima de Gran Hermano. El formato más probado del mundo, que empezó por Telefe el 1° de noviembre de 2011, midió este mes apenas un promedio de 6,7 puntos de rating; el que transcurre desde hace poco más de un mes en una estancia de General Rodríguez y puso a los participantes a trabajar en el campo se llevó en enero un promedio de 13,6.
En la pantalla, un Santiago del Moro de traje es la nueva versión de la eufórica Viviana Canosa. Es una especie de galán joven entre los conductores argentinos, que en su mayoría pasan, y no por poco, los cuarenta.
Por dentro. Detrás de cámara, los productores Javier Zilberman y Marcelo “el Bala” Valencia buscan asegurar contenidos: “Nosotros ponemos la lupa sobre los conflictos”, asegura Zilberman, aunque niega que pongan el dedo para armarlos: “Lo generan ellos”. La estrategia es, entonces, ponerles el conflicto al alcance de la mano y dejar que lo resuelvan solos.
Además de jugar, de estar ahí, los participantes de Soñando por bailar tienen ensayos de baile y trabajos de campo. Ambos son decisivos para su desenvolvimiento en el programa y ésa es la ficha clave del show. “Otros realities juegan con el desgaste del encierro, acá están siempre haciendo algo, y además tiene un lado didáctico, porque aprenden a bailar con los mejores coachs, aprenden del campo, de la tierra, a cuidar la vida y a convivir”, explica Zilberman.
Los soñadorcitos. El de los participantes es un mundo paralelo, aunque estén en el mismo lugar físico que los técnicos y productores. Los separa una especie de vidrio transparente que a veces parece forzado.
Durante el programa en vivo hay siempre un grupo en cada lugar: algunos están en el solárium, otros ensayan y también hay chicos haciendo las tareas de campo. En la pileta hay ocho participantes, es su turno de tomar sol y charlar. Cuatro lo hacen amontonados en la esquina a la que apuntan las cámaras, mientras algunas chicas flotan panza abajo alrededor de un salvavidas gigante con las colas bien afuera del agua.
El personal técnico y de producción, a la sombra, se desespera porque los participantes eligen estar en el agua para poder sacarse los micrófonos. Les gritan que se los vuelvan a poner, que no miren a la cámara pero que no se pongan de espaldas, que bajen la música, que se acomoden. La mayoría reniega pero al final obedece: saben que ésta es quizá su única oportunidad de hacerse famosos. Después del primer paso, pasar la etapa de castings y entrar finalmente a La Soñada, viene el sueño: sobrevivir los meses que quedan de reality y transformarse en participante de “Bailando por un sueño”.
El único camino, sin nada que perder. Mariano de la Canal es el fan de Wanda Nara, y muchos le dicen “el fan” en lugar de llamarlo por su nombre. Cada vez que Nara aparecía en el estudio de ShowMatch, la recibían los gritos y llantos de Mariano, que con el mismo recurso logró entrar.
—¿Por qué te eligieron?
—Yo me lo pregunté mucho y llegué a la conclusión de que algo tengo, no sé qué es todavía. Porque lindo no soy.
Como casi todos los participantes, Mariano asegura que su estrategia es simple: ser él mismo. Cree que está en el camino más directo posible a la fama. “Esto es como un trampolín –explica–. Yo quiero ser artista.”
—¿Qué es ser artista?
—Ser artista es ser reconocido por algo que hacés.
Mariano perdió el trabajo cuando lo echaron por la exposición que estaba teniendo como fan de Wanda Nara. Y perdió la posibilidad de ayudar económicamente a su familia. “Lo mentalicé y aposté todo a esto –cuenta–. Cuando vos querés tanto algo, tenés que dejar todo para conseguirlo.”
—¿Tenés un plan B?
—Sí, me compro dos o tres cajas de alfajores y me voy a vender al tren.
Maribel Varela tampoco tiene un plan B: “Siento que todo está encaminado. Que salga bien no es solamente llegar al final, es mostrarme y que la gente sepa quién soy”.
La lista de lo que hay que ceder para llegar puede ser infinita. Estar aislado más de cuatro meses, ensayar todos los días para los distintos ritmos, hacer tareas en el campo como lavar unos chanchos, ir al destierro. Maribel, sin embargo, confiesa que soportar todo eso puede no ser suficiente: “Esta semana hice un click, y ahora estoy dispuesta a todo. Si me tengo que aliar con alguien que no me guste, lo voy a hacer, sabiendo que es un juego, que es como ficción”.
Los participantes conocen el paño: son espectadores de reality shows desde hace diez años. “Vine a todo o nada –dice Julieta Ponce, porteña de 20 años–. Todo lo que me pidan lo voy a hacer, no voy a resignar nada. Si le tengo que hacer alguna maldad a alguien, voy a ir y la voy a hacer.”
Martín Parra, de Corrientes, planea seguir intentando si llegara a perder: “Si sale mal, afuera voy a luchar por volver a entrar”. Dice tener un sueño doble: bailar en ShowMatch y encontrar a su padre. No lo conoce y cree que, a través de la televisión, puede hacer que vuelva.
Sólo en un mes, la que probablemente sea la historia más dolorosa de su vida se transformó en un lugar donde se puede poner la lupa. “Estoy dispuesto a todo. No tengo nada que perder afuera.”
En el control, minutos antes de las 14.30 –hora en que transmiten en vivo a través de Este es el show–, un técnico prende unos spots de colores y arranca la música electrónica. “Calentamos”, aclara Zilberman, que se mueve como bailando arriba de su banqueta mientras hace girar con la mano las dos bolas de boliche que cuelgan del techo.
Entre todas las pantallas que muestran a los chicos en las diferentes partes del predio, hay una que muestra a Joaquín Starosta, el supuesto ex novio de Ricardo Fort, sentado y cubriéndose los brazos con barro. Está en “el destierro”, una choza en una parte alejada de la estancia, sin contacto con los demás, sin ventilador ni luz. Lo castigaron.
Cuando el Bala Valencia lo ve, grita: “Mírenlo, es un genio. Sabe que viene la tarde y que tiene que salir al aire y se embarra todo. ¿Ves cómo le trabaja la cabecita?”. Zilbernman sonríe: “¿Alguien le dijo algo? No. ¿Lo hace solo? Sí. Bienvenido”.
Cada vez que un participante hace algo, se equivoca, besa a alguien, cuenta un secreto, surge la pregunta de si es auténtico o es una estrategia. “Cómo juega cada uno es cosa de ellos –explica Zilberman–. Cada uno tiene sus cartas y las va jugando cuando cree que es el momento. Es su juego, cada uno lo hace como quiera.”
El Bala grita: “¡Mirá el fan arriba del camello!”, y la lupa se corre para ese lado.
Fuente: Lucía Marroquín para Perfil.com
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